viernes, 17 de junio de 2011

Atípico

El sol te calienta. Te templa. Te da la vida.
El sol es maravilloso. Constante.
El sol siempre está ahí, siempre.
Sin embargo no podemos mirarlo a los ojos. No conocemos al sol en todo su esplendor. De lo que brilla nos cegaría porque no estamos preparados para él.
Si aspiras a llegar a tener el sol arderás en el intento.

Había una vez un chico que se enamoró del sol y, al no poder tenerlo, comenzó a buscar espejismos de él que estuviesen al alcance de su mano.
Recogía flores amarillas para encontrar en ellas el eco de sus rayos, pero solo encontraba la banalidad de unos pétalos coloreados; miraba a las abejas para ver el reflejo de su brillo, pero siempre acababa molesto por su zumbido.
Buscó en sol en cada pieza del mundo.
Y, al ver que no lo encontraba comenzó a llorar cada noche embriagado de una tristeza que le hacia derramar lágrimas de impotencia.
Cada noche salía a su ventana, porque de día no dejaba de sufrir al ver como esa gran estrella lucía en el cielo incapaz de sentir algo hacia él.
"Nunca encontraré nada como el sol, su perfección es única. Nada podrá hacerme sentir ese calor de nuevo, nada podrá alumbrarme el camino como lo hace el sol."
Una madrugada, el chico salió de casa. Quería deambular por la noche pues sentía que era lo único que se merecía.
Caminó y caminó sin rumbo. Solo buscaba perderse en el camino que creía oscuro y vacío.
De pronto se dio cuenta de que no sabía donde estaba.
Comenzó a sentir miedo.
Angustia.
Pero, de pronto, ocurrió algo: las nubes se comenzaron a disipar dejando a la vista una enorme y redonda luna blanca.
El chico entonces vio cómo el lóbrego camino empezaba a relucir plateado bajo sus piernas.
Consiguió llegar a casa y, una vez ahí, volvió a asomarse a la ventana.
Lo que vio le paralizó el llanto.
La luna llena le iluminaba la cara. Se quedó observando cada recoveco de ella. Cada sombra. Cada surco. Se quedó mirando la sencillez de ésta y sintió una extraña calidez en su halo.

Durante dos noches le contó a la inmensa luna lo mucho que lloraba por el sol.

A la tercera noche comenzó a advertir que la luna cambiaba su forma. Que se estaba haciendo más fina y delicada.
Sintió asombro por primera vez en mucho tiempo y comenzó a interesarse por su comportamiento.

Pasaron unas semanas. Y llegó una noche en la que el chico se moría de ganas por perderse en la luna.
Al llegar a su ventana la buscó desesperado, pero no había rastro de ella.
"¿Le habré hecho tanto daño a la luna? ¿Le habré hecho sentir tan insignificante al lado del sol que se ha ido para siempre?"
El chico meditó. Pensó en su maravilloso sol y en su sencilla luna.
Pero, esta vez, no lloró.

Pasaron más días inertes en la vida del chico, hasta que de nuevo, sin esperarlo, al asomarse a la ventana volvió a ver el sutil cuerpo de la luna.
Y, de pronto, sonrió. Sin esperarlo, sin fingirlo, sin siquiera desearlo.

Y, entonces, comprendió que la luna no era constante ni perfecta . Que la luna no era el sol y que no parecía que desease serlo.
Compendió que la luna no le serviría para iluminar siempre su camino; que lo que haría sería enseñarle cómo recorrerlo él solo alumbrándolo un poco menos cada noche y que, cuando se conociese ese, le enseñaría infinitos más.
La luna se hacía de rogar. Le daba tiempo para asimilarla cuando menguaba y le hacía sentirla al máximo cuando se mostraba eterna y perfecta.
Se dio cuenta de que el sol no era más que una utopía de la que solo podía disfrutar desde lejos y con gafas. Que el sol le quemaría en ocasiones, mientras que la luna le mecería con el vaivén de las olas; de las que era culpable y dueña.

Había una vez un chico que se enamoró del sol, el mismo chico que pasó a ser un hombre que se enamoró de la luna.

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